Descubrir cuál es nuestro talento y trabajar en su favor no es tan sencillo.
En las profesiones artísticas ese camino suele virar y retorcerse hasta dar o no en la diana.
Pienso en la preciosa Maite Dono en aquella época en que estudiábamos Arte Dramático y todos creíamos haber acertado con nuestra vocación. Ella, un día, nos sorprendió cantando. Y cantaba de tal manera que todos dijimos: ¡tienes que dedicarte a esto! Parecía un comentario poco halagüeño viniendo de sus compañeros de interpretación, pero era el grito egoísta de los que queríamos volver a oírla cantar.
Y es que, cuando un talento se nos impone, adquirimos el compromiso moral de ponerlo a disposición de los otros.
He visto alguna compañía teatral con auténtico talento para la comedia que, después, ha investigado otras facetas. Y siento ese grito egoísta que dice: ¡Por favor, por favor, hacedme reír una vez más!
Y es que el compromiso con el talento no debería ser sólo con los otros sino, en primer lugar, con nosotros mismos. O, en el caso de una organización, empresa o compañía, hacia sus propios miembros. Es decir, hagamos que los integrantes de la compañía vivan de esto doce meses al año, plantemos cara a los mejores, exploremos el arduo y chungo camino del éxito y, después, una vez afianzados, saquemos los pies del tiesto y pongámonos de nuevo a prueba.
¿Qué sería de nosotros si Groucho Marx hubiese decidido explorar tempranamente su talento para el drama? O ¿si Leonard Cohen hubiese decidido un día cantar rancheras? Y por otra parte, ¿qué sería de nosotros si tantos y tantos artistas (se admiten ejemplos) no hubiesen salido de su zona de confort, arriesgando, fallando o triunfando?
El camino es duro y la voz que nos habla se escucha débil.
Quizá la clave, como en todo, esté en dar con el momento apropiado para el quiebro.
Y puede que, en la sociedad actual, el timing sea sedúceme, fidelízame y solo más tarde te daré un margen.